Publicado en La Gaceta literaria el domingo 7 de abril de 2024
07 abril 2024
10 marzo 2024
15 febrero 2024
28 enero 2024
15 enero 2024
31 diciembre 2023
17 diciembre 2023
13 noviembre 2023
15 octubre 2023
03 septiembre 2023
28 agosto 2023
21 agosto 2023
República, poderes e injerencia
Artículo publicado el domingo 20 de agosto de 2023, en el diario La Gaceta, Tucumán.
15 agosto 2023
Entrevista a María Lobo
La Gaceta, del domingo 13 de agosto de 2023 publicó esta entrevista que le hice a la escritora tucumana María Lobo, ganadora del premio de novela del Fondo Nacional de las Artes.
11 junio 2023
14 mayo 2023
30 abril 2023
16 abril 2023
Cómo ser un tipo duro
Publicado en La Gaceta Literaria, suplemento dominical del diario La Gaceta de Tucumán, el 9 de abril de 2023
14 marzo 2023
19 febrero 2023
29 enero 2023
08 enero 2023
Cómo se escribe una novela
Artículo publicado el 8 de enero de 2023 en el suplemento literario de La Gaceta (Tucumán)
20 diciembre 2022
Homo Pampeanus
Artículo publicado el 18 de diciembre de 2022 en el suplemento literario de La Gaceta (Tucumán)
16 diciembre 2022
06 diciembre 2022
24 noviembre 2022
27 octubre 2022
Libros y alpargatas
Artículo publicado en La Gaceta Literaria (Tucumán) el domingo 23 de octubre de 2022
06 octubre 2022
20 septiembre 2022
28 agosto 2022
07 agosto 2022
El aborto de una sentencia
Enlace a la nota de La Gaceta (7 / 8 / 2022)
Hablamos de Roe vs Wade, el histórico fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos que, en 1973, declaró inconstitucional cualquier ley que penalizara el aborto. La sentencia, recientemente revocada, conmocionó la vida política del país en aquel año, y vuelve a hacerlo ahora. ¿En qué se basan ambas partes en disputa? ¿Cuáles son sus argumentos de fondo?
26 junio 2022
12 junio 2022
02 junio 2022
Nuestra inmarcesible cursilería
Enlace al artículo: Nuestra inmarcesible cursilería
Artículo publicado en La Gaceta literaria el 29 / 5/ 2022
09 mayo 2022
20 marzo 2022
Isabel vuelve
La Gaceta. Suplemento literario. 20 / 3 / 2022
Isabel vuelve. Sobre la novela "Violeta", de Isabel Allende
27 febrero 2022
17 septiembre 2021
09 julio 2021
Ahora irrevocable
Juan Ángel Cabaleiro
El joven Ramiro, encaramado en la tapia que daba a las
huertas, llevaba un largo rato esperando a la señorita Carmen. La muchacha
salió por fin de la salita, atravesó el desgastado patio de ladrillos, ―rodeó
el aljibe, el charco de agua y los cubos diseminados alrededor―, y continuó con
paso decidido hacia uno de los extremos de la galería.
El muchacho sintió que la ansiedad lo embargaba.
Arriba, el cielo estaba alto y despejado, casi transparente a primera hora de
la tarde. Advirtió que la chica apenas le había lanzado una mirada furtiva
―pero cómplice― mientras avanzaba sujetando el lánguido vestido. Observó el
cabello negro atado en un rodete con peineta y el vestido claro y suelto ―a la
nueva moda francesa― alejarse en diagonal hacia el rincón sombrío del patio,
donde estaría desierta la habitación de los mulatos.
Del lado de la huerta un caballo piafó. A Ramiro lo
sacudió un sobresalto, pero enseguida retornaron la inmovilidad y la calma. En
el tejado que se inclinaba sobre la galería, un jilguero daba pequeños saltitos
picoteando aquí y allá; observó alrededor: en el patio grande no se veía un
alma. Entonces el muchacho se descolgó en silencio hacia el interior de la
casa.
Por un instante se mantuvo inmóvil, en cuclillas, como
al acecho. Se sacudió el pantalón de paño y acomodó el corbatín sobre la camisa
blanca con volados. Vio, bajo los soportales del patio, contra el encalado de
las paredes, los arcones, los baúles y algunos muebles cubiertos con mantas.
Por todos lados habían extendido guirnaldas y escarapelas, preparando ya el
baile del día siguiente. Había también, junto al arco del pasillo que conducía
al primer patio de la casa, un tinajón enorme de cerámica anaranjada adornado
con jazmines. Por allí, desde el patio chico, primero, y de la calle Matriz, al
fondo le llegaba el rumor de la multitud expectante.
Era evidente que la jovencita aprovechaba el ajetreo
de ese día excepcional para escapar un momento de la vigilancia de la abuela
Francisca. Nadie, salvo Ramiro Azaña, la había viso perderse en la antigua
habitación de los sirvientes, convertida en depósito solo por esos días. A
pesar de las advertencias, Carmen se había acercado a la parte principal de la
casa, donde había funcionado un tiempo la Aduana, y donde ahora estaban
reunidos los señores venidos de tan lejos por asuntos políticos. ¿Para qué,
exactamente? Algo ocurría en el largo salón que atravesaba todo el ancho de la
casona. Algo ocurría detrás de ese muro ciego, entre el patio grande del
aljibe, que daba atrás, a las huertas, y el patio chico, adelante, que llamaban
«de las flores», al que apuntaban la puerta y los dos ventanales enrejados del
salón, y que a esa hora estaba abarrotada de curiosos.
Ramiro la había visto frenarse un momento y entrar con
cuidado, comprobando, tal vez, la posible presencia de algún sirviente. No
había puerta en la larga habitación, o la habían dejado completamente abierta.
Mejor así; una puerta abierta no levanta sospechas. Carmen desapareció en la
penumbra. El joven Ramiro se enderezó, cruzó el patio siguiendo los pasos de su
amada, y entró.
El cuarto olía a humedad, a caballeriza, a almacén.
Era un aposento largo y sombrío, con apenas un ventanuco alto que daba al campo
de las carretas y que dejaba pasar un polvoriento cañón de luz. Por todas
partes habían amontonado para los sucesos de los últimos días fardos de alfalfa
y sacos con legumbres; Carmen fue hasta el fondo, lejos de la puerta, detrás de
un muro de fardos, y encendió un candil, que comenzó a arder sobre una caja.
Las sombras se agigantaron contra el muro. La muchacha estaba sentada ahora en
un camastro de fierro que tenía un grueso y amorfo colchón de lana. Ramiro se
acomodó a su lado y detrás de ellos las dos sombras se fundieron en una. Un
muro de adobe los separaba del salón cedido por la señora Francisca para la
ceremonia. Era el martes 9 de julio de 1816, y en San miguel de Tucumán la
tarde se presentaba fresca, apacible, algo húmeda pero sin mosquitos, con un
cielo de un celeste casi irreal que se extendía del otro lado del marco sin
puerta, recortado como en un cuadro, tras la tapia y el oloroso ramaje de los
naranjos.
Delante de la casa, sobre la calle Matriz, habían
dispuesto largos abrevaderos que los negros rellenaban con agua del aljibe; un
mozo de carga entraba de tanto en tanto a retirar un fardo de alfalfa para las
bestias. Junto a la casa, en el pequeño establo de los Laguna Bazán ya no había
espacio para más animales. Durante la mañana se había visto por todas partes el
trajín de los sirvientes para atender a los convocados; en la cocina tenían
preparadas grandes fuentes con pasteles y unas empanaditas bien repulgadas que
parecían pequeñas tortuguitas doradas; había jarras de limonada y vino de
Salta. Pero a esa hora ―casi las tres de la tarde― el movimiento de la
servidumbre se había detenido y todos estaban congregados en el patio chico,
junto a la puerta doble del salón, entre el revuelo de faldas y levitas a la
espera de noticias.
Pero de este lado del muro ellos estaban muy solos, y
entre los dos jóvenes amantes las palabras corrieron atropelladas, en forma de
excitados y ansiosos susurros. Ella quería contarle un asunto doméstico de
último minuto. Él calculaba el tiempo que tendrían antes de que todo el mundo
comenzara a dar vueltas otra vez por la casa. Por un momento el joven dudó en
aventurarse y se quedó inmóvil observando el cuerpo de Carmen, tan hermoso, tan
bellamente ataviado. Napoleón había desterrado hacía pocos años de los salones
y de las casas señoriales aquella atroz costumbre de los jubones y los corsés,
y ahora, gracias a la fresca y renovada moda de Francia, Carmen lucía un cómodo
vestido suelto, ceñido bajo el escotado busto adolescente. ¡Francia, qué ideas,
qué locura los tiempos que corren! Ramiro la miró luego a los ojos y notó en
ellos una espera anhelante, una avidez que reflejaba la suya propia: pensó que
algo muy íntimo en Carmen deseaba ser descubierto por las manos de él, como una
fruta olorosa y dulce que permanece oculta en un pastizal a la espera de ser
degustada.
«Hoy es el día», se dijo el muchacho. «Por fin…por
fin!, ¡hoy es el día!»
Ramiro, con las sublevadas ansias de un adolescente,
entre la retahíla de ternezas y juramentos de amor que se cruzaban entre
cuchicheos exaltados ―pero con la inequívoca intención de desbaratarle el
vestido― soltó las manos de Carmen y comenzó a indagar con sus finos dedos en
ese laberinto de botones y presillas que se urdía en la espalda de la joven. No
halló en ello mayores resistencias, y la prenda cedió pronto a sus afanes. Pero
no iba a ser tarea fácil; se había embarcado en un proceso que enseguida se
reveló arduo, dificultado además por la penumbra, por el mareante olor a
humedad y a alfalfa, y también por el pudor y el escarnio de un posible
fracaso. Era la primera vez que Ramiro veía una prenda como aquella. Era un
proceso ―comprendería luego, al endurecer torpemente los primeros lazos que se
tornaron en apretados nudos― que requería de habilidad y paciencia, y que una
vez iniciado ―comprendería también― en ningún caso debía abandonarse: había
encendido en la muchacha un insobornable fuego interior. De inmediato se abocó
a ello. La premura, mala consejera, entorpeció al principio sus manos, que se
enfrentaban como trémulos pajarillos, después de la primera y fácil victoria
ante el vestido, a una intrincada fortaleza interior: el encorsetado corpiño de
Flandes…
De repente se detuvo. Del otro lado del muro le llegó
el sonido ahogado de unas voces, el siseo de las suelas rozando los baldosines
colorados, depositando, con seguridad, en el piso reluciente de doña Francisca
Bazán, el polvo variado del Alto Perú, de Salta, de Cuyo; el polvo de América y
también del mundo, porque los representantes de Buenos Aires habían pisado muy
bien el suelo cosmopolita de su ciudad antes de partir hacia el Norte y algunas
de esas suelas habían transitado incluso los adoquines de París, trayendo
novedades, poco antes de iniciarse el Congreso. Ramiro calculó que varios, tal
vez decenas de hombres se acomodaban en ese momento en el salón contiguo, o se
ponían de pie, o comenzaban o terminaban conciliábulos.
―¿Qué pasa? ―susurró ella.
―Nada, nada…―respondió él.
El muchacho, con los dedos confundidos en el cordaje,
oyó entonces el arrastrar disperso y entrecortado de las numerosas sillas,
prestadas para la ocasión por las mejores familias tucumanas; después, el ruido
de unas palmas llamando al orden y un hombre que habló. Era una voz ronca,
solemne, bien elegida para el acontecimiento. Las palabras rebotaban en el muro
formando un raro eco, o lo atravesaban desarmadas, viajando confusas a través
de las porosidades del adobe, hasta llegar a los oídos de los dos amantes como
una indescifrable masa sonora. Pero aquella voz reverberante y altiva que ellos
no pudieron comprender, mantenía ―eso sí― el tono inconfundible y hermoso de
las grandes y nobles conspiraciones. Eran voces que nacían allí, del otro lado
del muro, pero que en breve cruzarían el territorio entero de las Provincias
Unidas y que, atravesando el océano, penetrarían en la Península como una larga
mecha encendida hasta la corte de Madrid, para horadar con su eco los
reblandecidos cimientos del Imperio.
El joven Ramiro prefirió desentenderse del asunto y
volvió su atención al menester principal. Uno a uno, laborioso y jadeante, fue
liberando los nudos en que se habían convertido aquellos lazos frontales de la
prenda, trabajando en penumbras, muy cerca del corazón de la muchacha,
procurando tal vez llegar hasta él, como un hábil ladrón frente a una caja de
caudales, intuyendo el sendero que conducía, más allá de los afeites y los
atavíos, a la verdadera Carmen, a su más secreta intimidad.
Pero del otro lado del muro, la voz continuaba y era
imposible ignorarla: se elevó notablemente un momento, y culminó una frase con
la florida entonación de una pregunta. El ímpetu de Ramiro también crecía y se
elevaba, dando ahora a sus gestos el condimento del apremio, de la impaciencia,
y de cierta brutalidad: el joven rompió de un tirón un lazo reticente. «No, no,
no» decía ella con la boca, pero «sí, sí, sí» clamaba con el corazón.
Entonces la voz interrogante se multiplicó en
respuestas unánimes. Un coro altisonante atravesó el muro: atronador, festivo,
desafiante, afirmativo.
Mucho había tenido que bregar Ramiro para concretar
aquel sueño peligroso que ahora alcanzaba tras una paciencia centenaria: había
lidiado con sumisiones inconfesables, peticiones ingenuas y con las largas y
absurdas antesalas del amor. Por fin, había decidido enfrentarse a los hechos;
la abuela de su amada, doña Francisca Bazán de Laguna, una anciana de setenta y
dos años, se encontraba presa de sus compromisos, atendiendo el desarrollo del
congreso que se celebraba justo a espaldas de ellos, en el salón principal de
la casa. Se había trasladado a una vivienda contigua, del otro lado de las
huertas y desde allí apuntalaba la logística de las sesiones y digitaba con
anticipación los festejos. Distraída en esos menesteres la tiránica majestad de
la abuela, quedaba desprotegida la nieta.
Del otro lado del muro se oyeron gritos, discusiones
acaloradas.
―¿Qué hacen? ―preguntó el joven.
―Son revolucionarios ―le explicó ella.
Los lazos rebeldes cedieron y algo maravilloso comenzó
a ocurrir: el pecho de Carmen, ensanchado y con la pujanza de sus años mozos,
comenzó a mostrarse en toda su blanca redondez, como una luna creciente
iluminada con luz propia. El joven había allanado el camino con el sortilegio
de las palabras amables, pero con una emoción verdadera. La joven tucumana no
colaboraba ni se resistía; había adoptado una inercia extática, algo entumecida
y anhelante, como si se vislumbrara a sí misma en las fronteras de una revelación
y un desconcierto. Los últimos lazos del corpiño, ya inoperantes, cedieron al
arrebato tenaz de Ramiro y a la contundencia de las decisiones tomadas.
Hay un vértigo de lo irreversible, del momento en que
se cruza un umbral sin retorno. Ese vértigo sintió Ramiro, y acaso también
Carmen, cuando el último de los nudos cedió, cortándose, y dejó caer aquella
prenda aparatosa que tanto había engalanado a la doncella, pero que ahora se
mostraba como un absurdo y obsoleto armatoste arrojado junto al candil,
denunciado por un rayo de luz joven que se abría paso en la tenebrosidad de
aquella estancia. Las carnes, blancas como lunas inmensas, avanzaron resueltas
hacia Ramiro…
―¡Carmen! ¡Carmen! ¡A la cocina! ―se oyó gritar a su
abuela desde las dependencias del fondo. Pero la joven ya no respondía a ese
mandato lejano, sino a algo más íntimo y más propio, que despuntaba bajo la
forma del deseo.
―¡Libertad!
―se oyó el tumulto del otro lado del muro.
―¡Libertad, libertad, libertad! ―repitieron a coro las
voces que sonaron fuerte y claro, extrañamente hermanadas, como fuera de sí,
como si los destinos de aquellos que habían llegado de tan diversos lugares y
con tan dispares objetivos se hubieran ablandado un poco, se hubieran salido un
poco de sí para fundirse en uno solo, cumpliendo un designio que los superaba.
Tal vez Ramiro, en aquel momento sublime, mientras se
precipitaba en ese abismo de felicidad, sintió de alguna manera que ese acto de
amor le otorgaba la mayoría de edad, que lo expulsaba de su infancia para
siempre y lo convertía en hombre. O quizás, vagamente, mientras se confundían
en él los sonidos de las puertas del salón abriéndose y del griterío de la
gente en el patio de las flores, haya cruzado por su espíritu la idea de que
aquella adolescente, Carmen, quedaba unida a él de un modo definitivo. En
cualquier caso supo enfrentarse, con desconocimiento, con miedo, pero también
con coraje, el vértigo de su emancipada hombría, ganada al fin, después de
tanto haberla ansiado y temido; a esa nueva virtud que era también un
compromiso, tan lejano ayer, y ahora irrevocable.
07 julio 2021
La gran oportunidad
Juan Ángel Cabaleiro
A
veces, cuando se te presenta una gran oportunidad en la vida, simplemente la
dejas pasar. Quizás porque no eres capaz de reaccionar y aprovecharla, o
quizás porque descubres, en el último instante, cosas que son aun más importantes.
¿Quién no dejó pasar un amor por culpa de una indecisión, por una duda al doblar
una esquina, o al subir a un tren? ¿A quién no se le escapó tontamente de las
manos alguna cosa quizás fundamental?
Ocurre que las grandes oportunidades no
se anuncian, se te aparecen por sorpresa en las curvas de la vida y si no eres
lo suficientemente ágil para cazarlas al vuelo, las pierdes. No hay marcha
atrás. Puede que se presenten una vez en la vida, puede que más. Yo intento
justificarme, absolverme, porque después de treinta años sigo esperando la segunda.
Pero lo mío, además de mujeres, trata de ese otro gran amor que tenemos los
hombres: los coches.
De adolescente coleccionaba la revista
Corsa, que se editaba en Argentina. Era una revista de automovilismo. Salía
siempre en la portada una fotografía de un coche de rally lleno de publicidad y
de números y de nombres, levantando tierra o agua a los costados. Me
encantaban. No quiero decir que mi sueño haya sido correr en rally. Quizás
salir a un camino de tierra y pasar a toda velocidad por un gran charco,
trazando dos grandes cortinas de agua para los costados. O tomar una curva y
desparramar una buena nube de tierra; levantar polvareda.
Pero
sobre todo, sobre todo… ¡conocer a mi ídolo! Se llamaba Carlos Reutemann, y era
piloto de Fórmula 1 por aquel entonces. Pero a veces corría rally también.
Cuando me pasó eso que estoy intentando contar, Reutemann estaba por correr el
Rally de Argentina, que pasaba por mi provincia, Tucumán. «Reutemann va a venir
a Tucumán», pensaba yo. No lo podía creer. Yo y muchos.
El
rally pasaba por los cerros tucumanos, verdes, frescos y con unos precipicios
temerarios en algunas zonas del recorrido. Conseguí que mi padre me prestara el
Gordini para ir a ver el rally. La etapa era un domingo y había que subir muy
temprano porque a las nueve cortaban las rutas. Yo pensé: «¿Y si voy un día
antes y paso la noche allá, en una tienda de campaña?». Entonces llamé a
Silvia, mi novia, para invitarla. Tendríamos dieciocho años.
―¡Por
favor, vamos! ―le decía.
―Ni
loca.
A
las chicas es raro que les guste el automovilismo, así que me estaba costando
convencerla. Para colmo me dice:
―Además,
el Gordini no sube el cerro.
―¿Qué
no sube…? ¿Qué no sube…? ―Me puse como loco.
Por
las dudas, esa tarde le pregunté a mi padre. Me dijo:
―¿Cuántos van a ir?
―Silvia y yo.
―Tranquilo, sube. Con dos personas
sube, con tres ya no.
Al final, convencí a Silvia y salimos
el sábado por la mañana. El plan era preparar un asado arriba, en unos
merenderos que hay, y seguir viaje hasta un punto bueno para ver pasar los
coches. Allí acamparíamos y pasaríamos la noche. ¡Solos! El domingo, después de
ver la etapa, volveríamos a casa. Nada de eso interesa ahora.
Antes de empezar la subida pasamos por
la carnicería. Silvia me aclaró:
―Para el asado se calcula un kilo por
persona.
―Un kilo es mucho. Medio.
―¿Y el carbón?
―Carbón no hace falta. Hacemos el fuego
con leña del cerro.
Cuanto menos peso para el Gordini,
mucho mejor.
En las primeras cuestas, las más
suaves, el Gordini respondió bien. Más arriba la cosa se empezó a poner
pesada. Iba, iba, iba…, pero no le sobraba casi nada. Silvia me decía:
―Si tenés ganas de hacer pis aprovechá.
Todo lo que sea aligerar, bienvenido sea.
―Muy graciosa.
O más adelante:
―¡Cuidado que se posa una mosca!,
¡espantala que nos quedamos!
―Muy graciosa, pero bien que vas disfrutando
en el Gordini.
En esas estábamos. Yo pensaba en la
noche que pasaría en medio de los cerros, solos, con Silvia… «Si hace falta,
me bajo y empujo», me decía. Entonces ocurrió. Fue después de una curva, donde
la ruta se estrechaba bastante y se abría a un precipicio, justo al fondo de
una bajada, como en el fondo de un pozo entre dos cerros. Había un hombre al
borde de la ruta haciendo señas.
―¡Reutemann! ¿Reutemann? ¡Sí, es Reutemann!
―grité.
―¡Sí, es Reutemann! ―gritó Silvia.
Iba vestido con traje de piloto en el
que predominaba el blanco. Justo atrás se veía un coche inclinado sobre el
precipicio. La parte de adelante no se alcanzaba a ver. Nos detuvimos.
Reutemann se acercó a mi ventanilla:
―¿Hay un teléfono por acá cerca? ―yo le
miraba la cara y no lo podía creer. Era la cara de las revistas, y ahora la
tenía ahí, del lado de afuera de la ventanilla del Gordini, medio agachado, con
una mano sin guante apoyada sobre la puerta. Tenía un logotipo amarillo de una
marca de aceite de motor, me acuerdo.
―En la hostería, en San Javier. Lo
único ―dije. Reutemann se enderezó y por un instante solo le vi el cuerpo y el
cuello. El logotipo amarillo se repetía en varias partes del traje. Creo que
murmuró: «La puta madre…» Le iba a preguntar qué le había pasado, si estaba
herido o algo, pero justo se volvió a agachar, enmarcándose de nuevo en la
ventanilla del Gordini. Dijo:
―¿Está lejos? ―Tenía una voz rara, un
poco nasal.
―Unos veinte kilómetros serán.
―Entonces me tienen que llevar.
―¿Cómo hacemos? ―le pregunté. Justo ahí
la miré a Silvia. Habrá sido un segundo, suficiente para la confusión. Yo le
preguntaba a él, al ídolo mundial de las revistas, al subcampeón del mundo, al
hombre de las grandes hazañas, al piloto de rally que acababa de tener un
accidente en un reconocimiento del tramo y que estaba ahí, necesitándome a mí
y al Renault Gordini de mi viejo, modelo 1970, color naranja. Pero me respondió
Silvia. Creo que él no la oyó cuando dijo: «Yo ni en pedo me quedo acá sola».
A Silvia no la podía dejar, era
evidente. «¿Y si vamos los tres?», pensé. Imposible. Tenía que bajarme yo, no
había otra alternativa. Ya digo que habrá ocurrido todo en medio minuto, pero
yo sentía que era una eternidad, y en esa eternidad se me pasaron imágenes de
mi habitación, de las paredes llenas de fotos del Lole Reutemann, y las
fatídicas palabras de mi viejo, «con tres, no sube». Por un instante me imaginé
la escena: parado en medio de la nada, junto a un coche de carreras roto,
viendo alejarse mi Godini y mi novia con un tipo famoso al volante. ¡Se llevaba
mis dos amores! Y después recuperar el Gordini, los periodistas, mi viejo… ¡Los
planes de esa noche perdidos!
―Manejo yo ―contestó Carlos Alberto Reutemann.
―No, mejor manejo yo ―le corregí.
Puse primera y arranqué como un
campeón. Ni autógrafo, ni la mano, ni una foto con él, ni una conversación, ni
siquiera un tiempo compartido con mi máximo ídolo, con el ídolo de todo un
país. No quise mirar por el retrovisor.
Había perdido la gran oportunidad, pero
no me arrepiento.