15 agosto 2023

Entrevista a María Lobo

 La Gaceta, del domingo 13 de agosto de 2023 publicó esta entrevista que le hice a la escritora tucumana María Lobo, ganadora del premio de novela del Fondo Nacional de las Artes.



16 abril 2023

Cómo ser un tipo duro

 Publicado en La Gaceta Literaria, suplemento dominical del diario La Gaceta de Tucumán, el 9 de abril de 2023





20 diciembre 2022

07 agosto 2022

El aborto de una sentencia

 

Enlace a la nota de La Gaceta (7 / 8 / 2022)

Hablamos de Roe vs Wade, el histórico fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos que, en 1973, declaró inconstitucional cualquier ley que penalizara el aborto. La sentencia, recientemente revocada, conmocionó la vida política del país en aquel año, y vuelve a hacerlo ahora. ¿En qué se basan ambas partes en disputa? ¿Cuáles son sus argumentos de fondo?


20 marzo 2022

Isabel vuelve


La Gaceta. Suplemento literario. 20 / 3 / 2022

Isabel vuelve. Sobre la novela "Violeta", de Isabel Allende 

Enlace a la nota



09 julio 2021

Ahora irrevocable

Juan Ángel Cabaleiro 


El joven Ramiro, encaramado en la tapia que daba a las huertas, llevaba un largo rato esperando a la señorita Carmen. La muchacha salió por fin de la salita, atravesó el desgastado patio de ladrillos, ―rodeó el aljibe, el charco de agua y los cubos diseminados alrededor―, y continuó con paso decidido hacia uno de los extremos de la galería.

El muchacho sintió que la ansiedad lo embargaba. Arriba, el cielo estaba alto y despejado, casi transparente a primera hora de la tarde. Advirtió que la chica apenas le había lanzado una mirada furtiva ―pero cómplice― mientras avanzaba sujetando el lánguido vestido. Observó el cabello negro atado en un rodete con peineta y el vestido claro y suelto ―a la nueva moda francesa― alejarse en diagonal hacia el rincón sombrío del patio, donde estaría desierta la habitación de los mulatos.

Del lado de la huerta un caballo piafó. A Ramiro lo sacudió un sobresalto, pero enseguida retornaron la inmovilidad y la calma. En el tejado que se inclinaba sobre la galería, un jilguero daba pequeños saltitos picoteando aquí y allá; observó alrededor: en el patio grande no se veía un alma. Entonces el muchacho se descolgó en silencio hacia el interior de la casa.

Por un instante se mantuvo inmóvil, en cuclillas, como al acecho. Se sacudió el pantalón de paño y acomodó el corbatín sobre la camisa blanca con volados. Vio, bajo los soportales del patio, contra el encalado de las paredes, los arcones, los baúles y algunos muebles cubiertos con mantas. Por todos lados habían extendido guirnaldas y escarapelas, preparando ya el baile del día siguiente. Había también, junto al arco del pasillo que conducía al primer patio de la casa, un tinajón enorme de cerámica anaranjada adornado con jazmines. Por allí, desde el patio chico, primero, y de la calle Matriz, al fondo le llegaba el rumor de la multitud expectante.

Era evidente que la jovencita aprovechaba el ajetreo de ese día excepcional para escapar un momento de la vigilancia de la abuela Francisca. Nadie, salvo Ramiro Azaña, la había viso perderse en la antigua habitación de los sirvientes, convertida en depósito solo por esos días. A pesar de las advertencias, Carmen se había acercado a la parte principal de la casa, donde había funcionado un tiempo la Aduana, y donde ahora estaban reunidos los señores venidos de tan lejos por asuntos políticos. ¿Para qué, exactamente? Algo ocurría en el largo salón que atravesaba todo el ancho de la casona. Algo ocurría detrás de ese muro ciego, entre el patio grande del aljibe, que daba atrás, a las huertas, y el patio chico, adelante, que llamaban «de las flores», al que apuntaban la puerta y los dos ventanales enrejados del salón, y que a esa hora estaba abarrotada de curiosos.

Ramiro la había visto frenarse un momento y entrar con cuidado, comprobando, tal vez, la posible presencia de algún sirviente. No había puerta en la larga habitación, o la habían dejado completamente abierta. Mejor así; una puerta abierta no levanta sospechas. Carmen desapareció en la penumbra. El joven Ramiro se enderezó, cruzó el patio siguiendo los pasos de su amada, y entró.

El cuarto olía a humedad, a caballeriza, a almacén. Era un aposento largo y sombrío, con apenas un ventanuco alto que daba al campo de las carretas y que dejaba pasar un polvoriento cañón de luz. Por todas partes habían amontonado para los sucesos de los últimos días fardos de alfalfa y sacos con legumbres; Carmen fue hasta el fondo, lejos de la puerta, detrás de un muro de fardos, y encendió un candil, que comenzó a arder sobre una caja. Las sombras se agigantaron contra el muro. La muchacha estaba sentada ahora en un camastro de fierro que tenía un grueso y amorfo colchón de lana. Ramiro se acomodó a su lado y detrás de ellos las dos sombras se fundieron en una. Un muro de adobe los separaba del salón cedido por la señora Francisca para la ceremonia. Era el martes 9 de julio de 1816, y en San miguel de Tucumán la tarde se presentaba fresca, apacible, algo húmeda pero sin mosquitos, con un cielo de un celeste casi irreal que se extendía del otro lado del marco sin puerta, recortado como en un cuadro, tras la tapia y el oloroso ramaje de los naranjos.

Delante de la casa, sobre la calle Matriz, habían dispuesto largos abrevaderos que los negros rellenaban con agua del aljibe; un mozo de carga entraba de tanto en tanto a retirar un fardo de alfalfa para las bestias. Junto a la casa, en el pequeño establo de los Laguna Bazán ya no había espacio para más animales. Durante la mañana se había visto por todas partes el trajín de los sirvientes para atender a los convocados; en la cocina tenían preparadas grandes fuentes con pasteles y unas empanaditas bien repulgadas que parecían pequeñas tortuguitas doradas; había jarras de limonada y vino de Salta. Pero a esa hora ―casi las tres de la tarde― el movimiento de la servidumbre se había detenido y todos estaban congregados en el patio chico, junto a la puerta doble del salón, entre el revuelo de faldas y levitas a la espera de noticias.

Pero de este lado del muro ellos estaban muy solos, y entre los dos jóvenes amantes las palabras corrieron atropelladas, en forma de excitados y ansiosos susurros. Ella quería contarle un asunto doméstico de último minuto. Él calculaba el tiempo que tendrían antes de que todo el mundo comenzara a dar vueltas otra vez por la casa. Por un momento el joven dudó en aventurarse y se quedó inmóvil observando el cuerpo de Carmen, tan hermoso, tan bellamente ataviado. Napoleón había desterrado hacía pocos años de los salones y de las casas señoriales aquella atroz costumbre de los jubones y los corsés, y ahora, gracias a la fresca y renovada moda de Francia, Carmen lucía un cómodo vestido suelto, ceñido bajo el escotado busto adolescente. ¡Francia, qué ideas, qué locura los tiempos que corren! Ramiro la miró luego a los ojos y notó en ellos una espera anhelante, una avidez que reflejaba la suya propia: pensó que algo muy íntimo en Carmen deseaba ser descubierto por las manos de él, como una fruta olorosa y dulce que permanece oculta en un pastizal a la espera de ser degustada.

«Hoy es el día», se dijo el muchacho. «Por fin…por fin!, ¡hoy es el día!»

Ramiro, con las sublevadas ansias de un adolescente, entre la retahíla de ternezas y juramentos de amor que se cruzaban entre cuchicheos exaltados ―pero con la inequívoca intención de desbaratarle el vestido― soltó las manos de Carmen y comenzó a indagar con sus finos dedos en ese laberinto de botones y presillas que se urdía en la espalda de la joven. No halló en ello mayores resistencias, y la prenda cedió pronto a sus afanes. Pero no iba a ser tarea fácil; se había embarcado en un proceso que enseguida se reveló arduo, dificultado además por la penumbra, por el mareante olor a humedad y a alfalfa, y también por el pudor y el escarnio de un posible fracaso. Era la primera vez que Ramiro veía una prenda como aquella. Era un proceso ―comprendería luego, al endurecer torpemente los primeros lazos que se tornaron en apretados nudos― que requería de habilidad y paciencia, y que una vez iniciado ―comprendería también― en ningún caso debía abandonarse: había encendido en la muchacha un insobornable fuego interior. De inmediato se abocó a ello. La premura, mala consejera, entorpeció al principio sus manos, que se enfrentaban como trémulos pajarillos, después de la primera y fácil victoria ante el vestido, a una intrincada fortaleza interior: el encorsetado corpiño de Flandes…

De repente se detuvo. Del otro lado del muro le llegó el sonido ahogado de unas voces, el siseo de las suelas rozando los baldosines colorados, depositando, con seguridad, en el piso reluciente de doña Francisca Bazán, el polvo variado del Alto Perú, de Salta, de Cuyo; el polvo de América y también del mundo, porque los representantes de Buenos Aires habían pisado muy bien el suelo cosmopolita de su ciudad antes de partir hacia el Norte y algunas de esas suelas habían transitado incluso los adoquines de París, trayendo novedades, poco antes de iniciarse el Congreso. Ramiro calculó que varios, tal vez decenas de hombres se acomodaban en ese momento en el salón contiguo, o se ponían de pie, o comenzaban o terminaban conciliábulos.

―¿Qué pasa? ―susurró ella.

―Nada, nada…―respondió él.

El muchacho, con los dedos confundidos en el cordaje, oyó entonces el arrastrar disperso y entrecortado de las numerosas sillas, prestadas para la ocasión por las mejores familias tucumanas; después, el ruido de unas palmas llamando al orden y un hombre que habló. Era una voz ronca, solemne, bien elegida para el acontecimiento. Las palabras rebotaban en el muro formando un raro eco, o lo atravesaban desarmadas, viajando confusas a través de las porosidades del adobe, hasta llegar a los oídos de los dos amantes como una indescifrable masa sonora. Pero aquella voz reverberante y altiva que ellos no pudieron comprender, mantenía ―eso sí― el tono inconfundible y hermoso de las grandes y nobles conspiraciones. Eran voces que nacían allí, del otro lado del muro, pero que en breve cruzarían el territorio entero de las Provincias Unidas y que, atravesando el océano, penetrarían en la Península como una larga mecha encendida hasta la corte de Madrid, para horadar con su eco los reblandecidos cimientos del Imperio.

El joven Ramiro prefirió desentenderse del asunto y volvió su atención al menester principal. Uno a uno, laborioso y jadeante, fue liberando los nudos en que se habían convertido aquellos lazos frontales de la prenda, trabajando en penumbras, muy cerca del corazón de la muchacha, procurando tal vez llegar hasta él, como un hábil ladrón frente a una caja de caudales, intuyendo el sendero que conducía, más allá de los afeites y los atavíos, a la verdadera Carmen, a su más secreta intimidad.

Pero del otro lado del muro, la voz continuaba y era imposible ignorarla: se elevó notablemente un momento, y culminó una frase con la florida entonación de una pregunta. El ímpetu de Ramiro también crecía y se elevaba, dando ahora a sus gestos el condimento del apremio, de la impaciencia, y de cierta brutalidad: el joven rompió de un tirón un lazo reticente. «No, no, no» decía ella con la boca, pero «sí, sí, sí» clamaba con el corazón.

Entonces la voz interrogante se multiplicó en respuestas unánimes. Un coro altisonante atravesó el muro: atronador, festivo, desafiante, afirmativo.

Mucho había tenido que bregar Ramiro para concretar aquel sueño peligroso que ahora alcanzaba tras una paciencia centenaria: había lidiado con sumisiones inconfesables, peticiones ingenuas y con las largas y absurdas antesalas del amor. Por fin, había decidido enfrentarse a los hechos; la abuela de su amada, doña Francisca Bazán de Laguna, una anciana de setenta y dos años, se encontraba presa de sus compromisos, atendiendo el desarrollo del congreso que se celebraba justo a espaldas de ellos, en el salón principal de la casa. Se había trasladado a una vivienda contigua, del otro lado de las huertas y desde allí apuntalaba la logística de las sesiones y digitaba con anticipación los festejos. Distraída en esos menesteres la tiránica majestad de la abuela, quedaba desprotegida la nieta.

Del otro lado del muro se oyeron gritos, discusiones acaloradas.

―¿Qué hacen? ―preguntó el joven.

―Son revolucionarios ―le explicó ella.

Los lazos rebeldes cedieron y algo maravilloso comenzó a ocurrir: el pecho de Carmen, ensanchado y con la pujanza de sus años mozos, comenzó a mostrarse en toda su blanca redondez, como una luna creciente iluminada con luz propia. El joven había allanado el camino con el sortilegio de las palabras amables, pero con una emoción verdadera. La joven tucumana no colaboraba ni se resistía; había adoptado una inercia extática, algo entumecida y anhelante, como si se vislumbrara a sí misma en las fronteras de una revelación y un desconcierto. Los últimos lazos del corpiño, ya inoperantes, cedieron al arrebato tenaz de Ramiro y a la contundencia de las decisiones tomadas.

Hay un vértigo de lo irreversible, del momento en que se cruza un umbral sin retorno. Ese vértigo sintió Ramiro, y acaso también Carmen, cuando el último de los nudos cedió, cortándose, y dejó caer aquella prenda aparatosa que tanto había engalanado a la doncella, pero que ahora se mostraba como un absurdo y obsoleto armatoste arrojado junto al candil, denunciado por un rayo de luz joven que se abría paso en la tenebrosidad de aquella estancia. Las carnes, blancas como lunas inmensas, avanzaron resueltas hacia Ramiro…

―¡Carmen! ¡Carmen! ¡A la cocina! ―se oyó gritar a su abuela desde las dependencias del fondo. Pero la joven ya no respondía a ese mandato lejano, sino a algo más íntimo y más propio, que despuntaba bajo la forma del deseo.

―¡Libertad! ―se oyó el tumulto del otro lado del muro.

―¡Libertad, libertad, libertad! ―repitieron a coro las voces que sonaron fuerte y claro, extrañamente hermanadas, como fuera de sí, como si los destinos de aquellos que habían llegado de tan diversos lugares y con tan dispares objetivos se hubieran ablandado un poco, se hubieran salido un poco de sí para fundirse en uno solo, cumpliendo un designio que los superaba.

Tal vez Ramiro, en aquel momento sublime, mientras se precipitaba en ese abismo de felicidad, sintió de alguna manera que ese acto de amor le otorgaba la mayoría de edad, que lo expulsaba de su infancia para siempre y lo convertía en hombre. O quizás, vagamente, mientras se confundían en él los sonidos de las puertas del salón abriéndose y del griterío de la gente en el patio de las flores, haya cruzado por su espíritu la idea de que aquella adolescente, Carmen, quedaba unida a él de un modo definitivo. En cualquier caso supo enfrentarse, con desconocimiento, con miedo, pero también con coraje, el vértigo de su emancipada hombría, ganada al fin, después de tanto haberla ansiado y temido; a esa nueva virtud que era también un compromiso, tan lejano ayer, y ahora irrevocable.

 


07 julio 2021

La gran oportunidad

 Juan Ángel Cabaleiro


   A veces, cuando se te presenta una gran oportunidad en la vida, simplemente la dejas pa­sar. Quizás porque no eres capaz de reaccionar y aprovecharla, o quizás porque descubres, en el último instante, cosas que son aun más importan­tes. ¿Quién no dejó pasar un amor por culpa de una indecisión, por una duda al doblar una es­quina, o al subir a un tren? ¿A quién no se le es­capó tontamente de las manos alguna cosa quizás fundamental?

Ocurre que las grandes oportunidades no se anuncian, se te aparecen por sorpresa en las curvas de la vida y si no eres lo suficientemente ágil para cazarlas al vuelo, las pierdes. No hay marcha atrás. Puede que se presenten una vez en la vida, puede que más. Yo intento justificarme, absolverme, por­que después de treinta años sigo esperando la se­gunda. Pero lo mío, además de mujeres, trata de ese otro gran amor que tenemos los hombres: los coches.

De adolescente coleccionaba la revista Corsa, que se editaba en Argentina. Era una revista de automovilismo. Salía siempre en la portada una fotografía de un coche de rally lleno de publicidad y de números y de nombres, levantando tierra o agua a los costados. Me encantaban. No quiero decir que mi sueño haya sido correr en rally. Quizás salir a un camino de tierra y pasar a toda velocidad por un gran charco, trazando dos grandes cortinas de agua para los costados. O tomar una curva y desparra­mar una buena nube de tierra; levantar polvareda.

   Pero sobre todo, sobre todo… ¡conocer a mi ídolo! Se llamaba Carlos Reutemann, y era piloto de Fórmula 1 por aquel entonces. Pero a veces corría rally también. Cuando me pasó eso que estoy intentando contar, Reutemann estaba por correr el Rally de Argentina, que pasaba por mi provincia, Tucumán. «Reutemann va a venir a Tucumán», pensaba yo. No lo podía creer. Yo y muchos.

   El rally pasaba por los cerros tucumanos, verdes, frescos y con unos precipicios temerarios en algunas zonas del recorrido. Conseguí que mi padre me prestara el Gordini para ir a ver el rally. La etapa era un domingo y había que subir muy temprano porque a las nueve cortaban las rutas. Yo pensé: «¿Y si voy un día antes y paso la noche allá, en una tienda de campaña?». Entonces llamé a Silvia, mi novia, para invitarla. Tendríamos diecio­cho años.

   ―¡Por favor, vamos! ―le decía.

   ―Ni loca.

   A las chicas es raro que les guste el automo­vilismo, así que me estaba costando convencerla. Para colmo me dice:

   ―Además, el Gordini no sube el cerro.

   ―¿Qué no sube…? ¿Qué no sube…? ―Me puse como loco.

   Por las dudas, esa tarde le pregunté a mi pa­dre. Me dijo:

―¿Cuántos van a ir?

―Silvia y yo.

―Tranquilo, sube. Con dos personas sube, con tres ya no.

Al final, convencí a Silvia y salimos el sábado por la mañana. El plan era preparar un asado arriba, en unos merenderos que hay, y seguir viaje hasta un punto bueno para ver pasar los coches. Allí acamparíamos y pasaríamos la noche. ¡Solos! El domingo, después de ver la etapa, volveríamos a casa. Nada de eso interesa ahora.

Antes de empezar la subida pasamos por la carnicería. Silvia me aclaró:

―Para el asado se calcula un kilo por per­sona.

―Un kilo es mucho. Medio.

―¿Y el carbón?

―Carbón no hace falta. Hacemos el fuego con leña del cerro.

Cuanto menos peso para el Gordini, mucho mejor.

En las primeras cuestas, las más suaves, el Gordini respondió bien. Más arriba la cosa se em­pezó a poner pesada. Iba, iba, iba…, pero no le so­braba casi nada. Silvia me decía:

―Si tenés ganas de hacer pis aprovechá. Todo lo que sea aligerar, bienvenido sea.

―Muy graciosa.

O más adelante:

―¡Cuidado que se posa una mosca!, ¡espan­tala que nos quedamos!

―Muy graciosa, pero bien que vas disfru­tando en el Gordini.

En esas estábamos. Yo pensaba en la noche que pasaría en medio de los cerros, solos, con Sil­via… «Si hace falta, me bajo y empujo», me decía. Entonces ocurrió. Fue después de una curva, donde la ruta se estrechaba bastante y se abría a un preci­picio, justo al fondo de una bajada, como en el fondo de un pozo entre dos cerros. Había un hom­bre al borde de la ruta haciendo señas.

―¡Reutemann! ¿Reutemann? ¡Sí, es Reute­mann! ―grité.

―¡Sí, es Reutemann! ―gritó Silvia.

Iba vestido con traje de piloto en el que pre­dominaba el blanco. Justo atrás se veía un coche inclinado sobre el precipicio. La parte de adelante no se alcanzaba a ver. Nos detuvimos. Reutemann se acercó a mi ventanilla:

―¿Hay un teléfono por acá cerca? ―yo le mi­raba la cara y no lo podía creer. Era la cara de las revistas, y ahora la tenía ahí, del lado de afuera de la ventanilla del Gordini, medio agachado, con una mano sin guante apoyada sobre la puerta. Tenía un logotipo amarillo de una marca de aceite de motor, me acuerdo.

―En la hostería, en San Javier. Lo único ―dije. Reutemann se enderezó y por un instante solo le vi el cuerpo y el cuello. El logotipo amarillo se repetía en varias partes del traje. Creo que murmuró: «La puta madre…» Le iba a preguntar qué le había pasado, si estaba herido o algo, pero justo se volvió a agachar, enmarcándose de nuevo en la ventanilla del Gordini. Dijo:

―¿Está lejos? ―Tenía una voz rara, un poco nasal.

―Unos veinte kilómetros serán.

―Entonces me tienen que llevar.

―¿Cómo hacemos? ―le pregunté. Justo ahí la miré a Silvia. Habrá sido un segundo, suficiente para la confusión. Yo le preguntaba a él, al ídolo mundial de las revistas, al subcampeón del mundo, al hombre de las grandes hazañas, al piloto de rally que acababa de tener un accidente en un recono­cimiento del tramo y que estaba ahí, necesitán­dome a mí y al Renault Gordini de mi viejo, modelo 1970, color naranja. Pero me respondió Silvia. Creo que él no la oyó cuando dijo: «Yo ni en pedo me quedo acá sola».

A Silvia no la podía dejar, era evidente. «¿Y si vamos los tres?», pensé. Imposible. Tenía que ba­jarme yo, no había otra alternativa. Ya digo que habrá ocurrido todo en medio minuto, pero yo sentía que era una eternidad, y en esa eternidad se me pasaron imágenes de mi habitación, de las pa­redes llenas de fotos del Lole Reutemann, y las fatídicas palabras de mi viejo, «con tres, no sube». Por un instante me imaginé la escena: parado en medio de la nada, junto a un coche de carreras roto, viendo alejarse mi Godini y mi novia con un tipo famoso al volante. ¡Se llevaba mis dos amores! Y después recuperar el Gordini, los periodistas, mi viejo… ¡Los planes de esa noche perdidos!

―Manejo yo ―contestó Carlos Alberto Reu­temann.

―No, mejor manejo yo ―le corregí.

Puse primera y arranqué como un campeón. Ni autógrafo, ni la mano, ni una foto con él, ni una conversación, ni siquiera un tiempo compartido con mi máximo ídolo, con el ídolo de todo un país. No quise mirar por el retrovisor.

Había perdido la gran oportunidad, pero no me arrepiento.